domingo, 30 de mayo de 2010

Ellos.


Iban ahí. Solos o en par. Como ramilletes o tríos. Los ciegos, y los que viendo, no querían ver. Eran yo. Fuimos nosotros. Hacíamos polvo al andar. El ellos, el uno, el nadie. Los rostros y su hueco. Una esperanza. Un dolor. La sonrisas que sirven de lienzo a la mueca. Las espaldas corvas o los dientes blancos. La inocencia y el desamparo. La calle es todos. Espejo. Los pasos no se cansan de ser una definición que muere al pisar. El piso no se sabe camino, se sabe fragmento. Yo miro. Me miran. El dolor es ese viejo desconocido que nos pone frente a frente. A ella le duele la deformidad. A él le duelen las encías. A todos los duele doblarse, no ser Ceiba o Abeto.
¿En qué punto volteamos atrás para crear eso que se llama historia? No lo sé. No te sé. No me sabes. No nos saben.
En eso consiste la calle: desconocernos al andar. 

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