I
Antes
de que las uñas aprendieran a morder los
relojes, echó por la ventana el tiempo. Segundos antes o quizá años después,
ella volvió por donde no sé fue. La memoria o un lugar igual de oscuro. Una
ciudad sin memoria pero llena de ruido. Un mundo con las piernas estiradas,
luego de bailar sin parar sobre la fragilidad de una pista de miradas.
II
Toda
historia debe ser nombrada como una suerte de admonición. También debe incluir
cierta bruma, un talón duro como umbral, un poder invisible pero persistente
que le permita caminar sin llegar a ningún lado –se sabe, el desplazamiento es
lo que suaviza el camino. Debe
considerar andanzas, juegos de abolición y supresión métrica. O un quizá.
III
Antes
del tiempo no había pronombres. Antes de los pronombres la piel se comportaba
como una retícula anestesiada. Dicen que en la boca de un lobo se incubaban los
designios que habrían de conformar ese racimo purulento del soy, del eres, del
son, del somos. Y también del fueron. No importa a dónde van: ya fueron. No
importa a dónde fueron: ahí van. Eso o el tiempo, los signos, los conjuros. Eso
o el lobo que vomitaba hasta que su vientre se secó. Eso o los nombres y los
pronombres reflejados antes del tiempo y de la historia.
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